domingo, 1 de junio de 2008

Capítulo M | Demagogia

... que la democracia no tiene protección eficaz contra el discurso falso (y que el populismo y la demagogia tienen el ineludible efecto de subvertir la democracia);

Si los votos de la mayoría pudieran situarse por encima de las instituciones, no habría posibilidad de democracia.

Es reconocido como fallo “genético” de la democracia su falta de protección contra el discurso falso, por lo menos en el corto plazo. Tal falla – que ya se manifestaba entre los griegos (como el orgullo, por ejemplo) – se manifiesta actualmente como brabuconada, o simplemente como una mentira, incluso en el nivel más simpático del término (la truchada). El discurso falso es, en general, hecho en forma de promesas al pueblo, que no podrán ser cumplidas pero que tienen como objetivo sólo recaudar simpatías y votos. Ayer como hoy todo se basa en la idea demagógica de que democracia es hacer la voluntad del pueblo.
La idea de que democracia es hacer la voluntad del pueblo es una variante populista de la (in)comprensión de la democracia. El hecho que la democracia sea una política hecha ex parte populis no significa que alguien – un representante supuestamente ungido por el pueblo – pueda encarnar la misión de hacer la voluntad del pueblo (y, antes, que tal representante tenga la condición de interpretar esa voluntad), como sugiere la expresión. Al contrario, a lo sumo, se podría decir que la democracia es una forma de celebrar el pueblo su voluntad, pero refiriéndose al proceso democrático como uno todo y no a la delegación de tal misión a un representante escogido por mayoría.
La mitificación de la noción de la ‘voluntad del pueblo’ lleva, no es raro, a las otras perversiones, como a que los votos de la mayoría de la población están por encima de las decisiones de las instituciones democráticas cuando tales instituciones sólo representan a las minorías y que un gran líder identificado con el pueblo puede hacer más que las instituciones políticas controlados por las élites.En el primer caso, estamos ante un argumento construido para legitimar la degeneración de las instituciones, para que ellas ya no puedan ser capaces de frenar la voracidad por el poder de la mayoría. Si las instituciones se mantuvieran a gusto de la voluntad de la mayoría, no podrían ser fieles del proceso democrático y no podrían, en rigor, subsistir a cualquier régimen democrático. Las instituciones no tienen que “representar” – stricto sensu – ni mayoría, ni minorías. Su papel es garantizar que la democracia sea el régimen en que las (múltiples) minorías puedan devenir a hacerse mayorías y, en cualquier circunstancia, puedan continuar existiendo como minorías, inclusive cuando ya hayan sido mayoría. En suma, antes de imponer una orden que favorezca la gobernabilidad (para el buen ejercicio de los mandatos de la mayoría), cabe a las instituciones democráticas establecer el tipo de orden capaz de garantizar la libertad, sobre todo la libertad de aquellos que desacuerdan con la mayoría y se contraponen dentro de las reglas institucionales vigentes. Así, si los votos de la mayoría de la población pudieran estar por encima de las instituciones, no habría posibilidad de democracia.
En el segundo caso estamos delante de una peligrosísima afirmación para la democracia, en general difundida por los líderes populistas. Vale la pena abrir aquí un paréntesis para examinar el populismo, en la medida en que se constituye como una forma de subvertir la democracia.
El historiador mexicano Enrique Krauze (2006) escribió recientemente que el populismo – al contrario de lo que se imaginaba – continúa siendo una variante política de la actualidad, sobre todo en América Latina (1). Mostró como está surgiendo el fenómeno de la emergencia de un “populismo latino-americano post-moderno” – que también podría ser llamado de neopopulismo – que se diferencia de las formas tradicionales, más conocidas (de populismo), que se caracterizaban por la irresponsabilidad macroeconómica.
Líder carismático, demagogia y favoritismo, dificultad en aceptar la crítica y la opinión del otro, derroche de recursos públicos (crean impuestos para financiar el aumento del gasto en personal, es decir, el aparato), asistencialismo, incentivo a la división de la sociedad en la base a los pobres contra los ricos (o del pueblo contra las élites), movilización de las masas, creación de enemigos, desprecio por la orden legal y desjerarquización de las instituciones – todos estos ingredientes, cuando se combinan, componen la fórmula del nuevo populismo.
El neopopulismo es ese nuevo tipo de populismo que florece cuando líderes carismáticos y salvadores, apoyados por corrientes estatistas y corporativistas, se apoderan, por la vía electoral, de las instituciones de la democracia y las corrompen, generando un ambiente degradante que pervierte a la política, privatiza partidariamente la esfera pública y empobrece la sociedad civil. Se trata de una vertiente política de carácter autoritario, que convive con la democracia pero que ejerce sobre ella una especie de parasitismo; o sea, que usa la democracia contra la democracia para enfriar y revertir el proceso de democratización de la sociedad, asegurando condiciones para la permanencia, por largo tiempo, de un mismo líder y de su grupo en el poder.
Ese tipo de proyecto de poder en general no trabaja por fuera de las instituciones y sí por adentro (de ahí su característica de parasitismo de la democracia). Se engañan así, por lo tanto, los que creen que van a sorprender los neopopulistas en una tentativa de golpe de Estado. Su vía principal es la electoral. Todo lo que hacen tiene como objetivo continuar ganando las elecciones, sucesivamente: de un lado, el favoritismo-mesiánico (del líder que se dice predestinado a salvar los pobres) abonado con asistencialismo-clientelista (el neoclientelismo) y, de otro, la conquista de los medios institucionales por medio de la privatización partidaria de la esfera pública y por la alteración de la lógica de funcionamiento de las instituciones. Esa es la fórmula del neopopulismo.
A la pregunta de “¿porqué renace de tiempo en tiempo la hierba dañina del populismo en América Latina?”, Krauze responde:
“Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se fundan en la noción más antigua de "soberanía popular" que los neo-escolásticos del siglo XVI y XVII propagaron por los dominios españoles, que tuvo una influencia decisiva en las guerras de la independencia desde Buenos Aires a México. El populismo tiene, además de esto, una naturaleza perversamente "moderada" o "previsora": no termina siendo llenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el análisis objetivo de sus actos, amansa la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público. Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el desgarrador siglo XX, la lección es clara: el efecto ineludible de la demagogia es subvertir la democracia” (2).
Más adelante vamos a examinar las dos amenazas contemporáneas a la democracia – las vías protodictatoriales y manipuladoras – que se apoyan en la demagogia y en el populismo (3).

Indicaciones de lectura.

Es bueno leer y releer varias veces el artículo de Enrique Krauze, “Los diez mandamientos del populismo”, traducido y republicado por el periódico El Estado de São Paulo. Otro artículo interesante es “El hipnótico modelo populista”, de Marcos Aguinis, publicado por el periódico La Nación (15/06/07).

Notas

(1) Krause, Enrique (2006). “Los diez mandamientos del populismo”. El Estado de São Paulo (15/04/06). Enrique Krauze Kleinbort es editor, historiador y ensayista mexicano, director de la Editorial Clío y de la revista cultural “Letras Libres”.
(2) Ídem.
(3) Cf. el capítulo r) reglas.

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