viernes, 30 de mayo de 2008

Capítulo I | Mayoría

... que la democracia no es el régimen de la mayoría (mas exactamente lo opuesto: el régimen de las múltiples minorías);

La libertad y los derechos de las minorías deben estar protegidos de eventuales humores autocráticos de la mayoría.

Por el contrario de lo que sugiere la visión autocrática de los que pretenden usar la democracia contra la democracia, parasitándola y, para lo tanto, usando una dosis de sentido común, democracia no tiene que ver propiamente con prevalencia de la voluntad de la mayoría y sí con la posibilidad de la existencia de minorías capaces de hacerse mayorías. Como observó correctamente Jon Elster (2007), la alternancia en el poder “es la prueba para saber si estamos ante una envestida hacia democracia o de una democracia verdadera” (1). Regímenes electoralistas no son necesariamente democracias, ni aún en el sentido “débil” del concepto. Son los casos de Venezuela y de Rusia de nuestros días.
No se puede aceptar que la democracia sea el régimen de la mayoría, pues eso sería aceptar la “ley de la selva” cuando la fuerza es medida por el número de votos. Por el contrario, la democracia es un régimen en que las minorías pueden tener condiciones para presentar sus opiniones con la misma libertad que la mayoría y poden siempre manifestarse y hacerse representar en proporción al reconocimiento de su importancia y a su peso relativo en la colectividad.
La idea de democracia como régimen de múltiples minorías (o sea, la idea de que la democracia no es – ni puede ser – el régimen de la mayoría) se refiere a la diversidad y a la necesidad de su mantenimiento por medio de un pacto político – el acuerdo fundante de la democracia – que impida la erección de un poder autocrático, aún dentro de un régimen democrático y en nombre de un principio aparentemente democrático: la voluntad de la mayoría. Pero es evidente que un pacto de esa naturaleza co-implica un grado de cooperación entre los miembros de la sociedad, un referendo asentido por la pompetencia que tendería, como hay en la práctica en parte de las democracias existentes (los tales “simulacros de democracia”), invadidas por enclaves autocráticos, a invalidar o al menos cercear las posibilidades de expresión y de representación de las minorías.
Democracia como regulación mayoritaria de la enemistad política, democracia como ley del más fuerte (de aquel que tiene mayoría, siendo, en el caso, más fuerte, el competidor que tiene más votos), finalmente, democracia como régimen de la mayoría, remite a una visión de democracia rebajada por la idea de que sólo existe un medio de mediar conflictos: estableciendo la prevalencia de la voluntad de la mayoría, revelada en una compulsa (en general por votos). Aparentemente democrática, tal visión, en la verdad, es bastante problemática. En primer lugar, porque establece una dinámica confrontativa de convivencia política, cada competidor intentando constituirse en mayoría para derrotar los adversarios, lo que evoca la idea de que el más fuerte puede imponer su voluntad a los más débiles (aunque aquí el voto ocupe el lugar de las armas o del cuerpo usado como arma, el mismo fundamento incivilizado permanece). En segundo lugar, porque, si la democracia no es el régimen de la mayoría y sí el régimen de las (múltiples) minorías, entonces la libertad y los derechos de las minorías deben estar protegidos de eventuales humores autocráticos (violadores de la libertad) de la mayoría. Caricaturando un poco para mostrar por el absurdo: ¿si la democracia fuera el régimen de la mayoría, una sociedad que tuviera un 60% de blancos y un 40% de negros podría decretar – en elecciones limpias, por mayoría – la esclavitud de los negros?
Hay la cuestión de derechos, que no pueden ser violentados por la mayoría. Además, la democracia debe contemplar la posibilidad de que minorías se puedan hacer mayorías, lo que sólo sucederá si las reglas de juego garanticen a las minorías las mismas condiciones que garantizan a la mayoría (cosa que, en la práctica, no sucede plenamente). Y que sólo sucederá (mínimamente, para que el régimen en cuestión pueda ser llamado de democrático) si esas reglas fueran respetadas por la mayoría, que no puede – basada en el hecho de que es mayoría – alterar tales reglas durante el juego. Cuando la mayoría no obedece a las normas establecidas para hacer (mínimamente) ecuánime la disputa, puede perpetuarse o excederse en el poder, contrariando la rotación democrática. Lo que sólo no ocurrirá si existiese el Estado de derecho e instituciones fuertes, capaces de imponer la prevalencia de las leyes, aún contra la voluntad de la mayoría.
Ese es el motivo por el cual mayorías nacionales no-convertidas a la democracia – muchas veces consteñidas a la continuación de su liturgia o ritual formal por falta de condiciones internacionales y nacionales para escapar de esos constreñimientos impuestos por la expansión de su dominio – intentan pervertir la política y degradar las instituciones. Las instituciones constituyen frenos al apetito por el poder de las mayorías y actúan intentando contener su voracidad. Si se corrompieran, es más fácil alterar las reglas del juego, para entonces poder usar la democracia (formal) contra la democracia (sustantiva); quiere decir, con instituciones débiles, corrompidas o degradadas, es más fácil degradar el proceso de democratización, creando más orden top down y, consecuentemente, reduciendo las libertades (aunque se pueda continuar llevando a la escena el ritual democrático, como ocurre actualmente en Venezuela y en otros países de América Latina).
La degeneración de las instituciones es un proceso que ocurre cuando las normas que determinan el formato y rigen el funcionamiento institucional son pervertidas por una práctica política que se vale instrumentalmente de esas estructuras y dinámicas para obtener ventajas o alcanzar resultados que no tienen a ver con su naturaleza o propósito original, constituyente o fundante. La corrupción y otros comportamientos políticos perversos degradan las instituciones. Tal degradación también puede darse, además de por la corrupción, mediante una lógica de opción privada – basada en criterios de mayoría y minoría – para dentro de las instituciones públicas. Con el avance de tal proceso de degradación, de las instituciones tiende a quedar sólo la cáscara, la dinámica formal, la liturgia, el ritual
La degeneración de las instituciones se da, en ese sentido, cuando el proceso de ocupación organizada del Estado por una fuerza privada, partidaria, vacía las instituciones públicas de su contenido al desplazar el centro de las decisiones a una instancia externa e ilegítima. Así, por ejemplo, si el partido de la mayoría pretende establecer una mayoría en un ente estatal cualquiera, sea un órgano de la administración, una empresa pública, un tribunal o una agencia reguladora, las decisiones de esas instituciones que interesan políticamente al poder ya estarán tomas de antemano, cabiendo sólo, al ente en cuestión, para la puesta en escena la praxis para validar lo que ya estaba decidido.
Experiencias recientes de degradación de las instituciones en democracias en las cuáles líderes populistas pretenden conquistar gobiernos, legítimamente, por el voto, muestran que esto obedece a una estrategia de acumulación del poder en las manos de un mismo grupo – intentando desvirtuar la rotación democrática – y tiene como objetivo la dar las condiciones que permitan el establecimiento de una hegemonía de larga duración. Una parte de los autócratas pretende legitimar tal estrategia argumentando que las instituciones actuales no son activos democráticos y sí pasivos heredados de la vieja dominación de las élites, que un gobierno popular tendría no sólo el derecho, sino el deber de remover y sustituirlas por otras instituciones diseñadas de acuerdo con los intereses de la mayoría del pueblo no sólo haciéndolo enseguida por cuanto (y mientras) la correlación de fuerzas no le es favorable. Para hacer la correlación de fuerzas favorable es necesario utilizar los procesos para conquistar la mayoría partidaria en todas las instancias donde eso sea posible y por todos los medios posibles, siendo que, uno de esos medios es, exactamente, la ocupación y la consecuente degeneración de las instituciones.
Frecuentemente la política se corrompe por medio de la realpolitik exacerbada, que transforma todo en una guerra. Ante todo, es una fórmula cómoda para justificar cualquier tipo de fracaso, de error o de irregularidad de quien está en el gobierno: si un programa público no funcionó como lo previsto, la culpa es de los enemigos, de su presencia no cooperativa o de la herencia que dejaron; si se cometió un error, la culpa es del enemigo, que “estiró la alfombra” o inviabilizó de algún modo la consecución del proyecto correcto; si un crimen fue perpetrado, la culpa es de quien divulgó el delito, motivado sólo por intereses electoralistas.
Pero la corrupción de la política como arte de la guerra se basa en una noción, antidemocrática, de que “la guerra es la guerra”, que quiere decir, que no existe, a rigor, guerra limpia. Así, en una guerra, siempre sucia, se justifican todos los fracasos y, peor, todos los errores. En el límite, puede ser justificado cualquier crimen. Se trata de una especie de shimittianismo (de Carl Shimitt) de la política, que tiende a enfrentar cualquier diferente como enemigo por el simple hecho de que él es un otro. Ser otro ya significa una amenaza de constituirse cómo alternativa al mismo. Amenaza que, por lo tanto, debe ser combatida, neutralizada o destruida.
Una variante de la concepción autocrática de que democracia es el régimen de la mayoría, que tiene se ha difundido últimamente, es que la democracia es la regla de juego establecido para verificar quién tiene más audiencia y, así, entregar los cargos públicos representativos a quién detenta el mayor índice de popularidad.
Se trata, obviamente, de otra concepción perversa de la democracia. En los regímenes democráticos contemporáneos, en el contexto de una sociedad mediática, se ha instalado esa especie de “dictadura” del índice de audiencia o de popularidad, verificada por investigaciones de opinión, y no es raro confundir, peligrosamente, popularidad con legitimidad y opinión pública con la suma de las opiniones privadas, como veremos en los próximos capítulos.

Indicaciones de lectura

Las mejores lecturas aquí son las de noticias y artículos políticos, sobre todo los publicados sobre Brasil, Argentina, Venezuela, Bolivia, el Ecuador y Nicaragua de los últimos años. Valdría la pena, por ejemplo, dar un vistazo a la entrevista concedida a la periodista Cláudia Antunes al el noruego Jon Elster, profesor de teoría política de la Universidad Columbia (Nueva York) y en el Collège de France (París) y publicada por el periódico Hoja de São Paulo (17/06/07) bajo el título “Alternancia en el poder define las democracias”. http://blog.controversia.com.br/2007/06/23/alternancia-no-poder-define-as-democracias/
Sobre los límites y los problemas de la democracia liberal conviene leer los artículos publicados en los últimos cinco años por Ralf Dahrendorf – importante teórico inglés, miembro de la Cámara de los Lordes, ex-rector de la Escuela de Economía de Londres y ex-director del St. Antony’s College de Oxford – disponibles en varios idiomas en el link www.project-syndicate.org/contributor/77. Esa indicación vale también para los próximos tres capítulos.

Nota

(1) Elster, Jon (2007) en la entrevista “Alternancia en el poder define las democracias” concedida a la Cláudia Antunes. São Paulo: Hoja de São Paulo (17/06/07).

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